Al principio del siglo V de nuestra era, había en la India un monarca joven, muy poderoso, de excelente carácter, pero a quien sus aduladores corrompían de manera extraordinaria. La lisonja le hizo olvidar pronto que los reyes deben ser padres de los pueblos, que el amor de los súbditos para su rey es el único apoyo sólido del trono y del cual viene a éste su fuerza y su poder. Los brahmanes y rayals, es decir, los sacerdotes y los grandes, en vano le recordaban estas importantes máximas; Shirham, el joven monarca, embriagado con su grandeza, que creía inquebrantable, despreciaba aquellos sabios consejos. Entonces, un brahmán o filósofo indio llamado Sisa intentó, aunque indirectamente, abrir los ojos al joven príncipe; y para ello inventó el juego del ajedrez, en el cual el rey, no obstante ser la pieza más importante del juego, no podía atacar, ni siquiera defenderse de sus enemigos, sin el auxilio de sus súbditos.
Muy
pronto el nuevo juego se hizó célebre; el rey oyó
hablar de él y quiso aprenderlo; y con este motivo, Sisa, al mismo
tiempo que le explicaba las reglas, pudo darle importantes consejos. Reconocido
el principe, escuchó por primera vez estas advertencias, cambió
de conducta y dejó al brahmán la elección de su recompensa.
Este pidió una cantidad de trigo que se determinaría de la
siguiente manera: un grano por la primera casilla del tablero, dos por
la segunda, cuatro por la tercera y así sucesivamente, doblando
siempre hasta la última. El rey accedió al instante a la
aparente sencillez de la petición; pero cuando sus tesoreros hubieron
hecho el cálculo, resultó que había aceptado un compromiso
para satisfacer el cual no bastaban todos sus tesoros. Entonces, el brahmán
se sirvió todavía de esta circunstancia para hacer comprender
al príncipe cúan importante es para los reyes guardarse bien
de aquellos que les rodean, y cúanto deben temer que se abuse de
sus mejores intenciones.